ABC. MIÉRCOLES 8 DE ENERO DE 1930. PAG.10

 

 

IMPERIALISMO Y CINEMATÓGRAFO

El monopolio se acaba

 

Por Juan Pujol

 

            En un gran music-hall parisién, transformado ahora en sala cinematográfica, se ha suscitado un escándalo al proyectarse por primera vez una película americana sonora. Los personajes se producían en inglés, o ese idioma parecido al inglés, que hablan los yanquis. Y como el público no los entendía, promovió un alboroto de índole tal, que hizo precisa la intervención de las autoridades policíacas. He ahí un caso en que el nacionalismo francés está plenamente justificado. Fuera de la gente superficial, para la que toda novedad exótica debe ser acogida con entusiasmo, sin que sea lícita someterla a cuarentena en lo moral ni político, ni a Aduanas en lo económico, es evidente que hay en Europa un núcleo importante de espíritus reflexivos que se da cuenta de lo ominosa que resulta la influencia norteamericana ejercida en el mundo mediante la cinematografía. ¿Qué sucedería si en los principales Estados europeos se hiciera público que los periódicos más importantes en su totalidad, y los de rango secundario en su mayoría, hubieran sido comprados por un país extranjero para utilizarlos como instrumentos de propaganda? Lo probable es que se adoptasen disposiciones legislativas para hacer frente a esa corrupción, y que se tomasen las medidas adecuadas para contrarrestarla. Esos periódicos podrían tener los mejores grabados, las más extensas informaciones telegráficas, la colaboración más selecta y retribuida. Tanto más representarían un peligro cierto para la independencia espiritual de las naciones donde aparecieran. Mediante ellos se podría modelar a voluntad de un grupo de capitalistas o de un Gobierno extranjero, la opinión susceptible de dejarse influir por la letra impresa. Y es claro que esa labor no se haría de modo brusco, que pudiera ser claramente advertido y denunciado, sino paulatinamente, al modo que opera una lima sobre una materia dura, desgastándola hasta pulverizarla. La tarea se realizaría tomando a broma o satirizando los ideales fundamentales de cada nación, haciendo entrever como mejores los que convinieran a la cuadrilla de capitalistas invisibles, silenciando lo que dentro de cada país pudiera despertad entusiasmo, fomentando, en fin, las fuerzas de dispersión que hay latentes en el seno de todas las sociedades humanas.

         Pues algo por el estilo, sino que infinitamente más grave, está acaeciendo con el monopolio de hecho que los americanos ejercen en la cinematografía. Porque, al fin, los periódicos se dirigen  -sobre todo en pueblos como el nuestro- a una parte de la sociedad tan sólo, la que sabe y quiere leerlos. Mientras que el cinematógrafo opera sobre la totalidad de las masas, hasta de las analfabetas, con fuerza persuasiva incomparablemente superior a la de la palabra escrita. Allí donde no llegan los diarios ni las revistas nacionales, aparece con eficacia la pantalla en que se proyectan las imágenes que el ingenio yanqui considera adecuadas para la exportación. Y el rudo aldeano, que no sabe leer la historia de su Patria, conoce perfectamente el heroísmo habitual de los jayanes norteamericanos, y la generosidad de la Empresa que ampara bajo sus pliegues la bandera de las barras y las estrellas.

         Si la propaganda se limitara a difundir las glorias militares de Norteamérica y el valor personal de sus hijos, todavía sería inocua. Donde el peligro comienza es en cosas menos grotescas: en ciertos ideales de la vida, en la densidad de la atmósfera moral, en la textura de los vínculos conyugales y familiares, en la glorificación de un tipo femenino entre infantil y prostibulario, en una porción de ideas difusas, que se vierten dentro de cada país como disolventes. No digo que esos ideales sean inferiores a los propios de los demás pueblos. Lo cierto es que son diferentes. Y parece anómalo que organismos vivientes, como las naciones, no reaccionen contra las fuerzas exteriores que tratan de destruirlos en lo esencial, de arrebatarles su personalidad y darles la poco lisonjera de comparsas.

         Pues, ¿cómo se explica que los Gobiernos tan celosos de defender la independencia nacional en lo externo y visible, que en el caso de una captación total de la Prensa procederían a censurarla o suprimirla, se crucen de brazos ante ese hecho de que sea un país extranjero quien tenga en sus manos el medio más eficaz y constante de propaganda en lo interior de cada nación, y vaya introduciendo en ella sus propios apetitos, acostumbrando a las masas a la idea de su indiscutible superioridad moral, ejerciendo, en fin, una influencia que va desde la ornamentación capilar de los rostros masculinos al cariz general de las almas de ambos sexos?

         Lo que los Gobiernos, por falta de sensibilidad para valorar los imponderables no han hecho, comienza a iniciarlo el público, que se ha dado cuenta de lo que significa ese monopolio yanqui. Esa es la razón profunda del enojo, que a los espectadores franceses les ha causado la impertinencia de querer imponerles, a pretexto de divertirlos, la lengua de un país imperialista. Porque la película sonora, en jerga yanqui, constituye una tentativa más de americanizar el mundo. Donde no se puede introducir ese idioma por la fuerza – como en Puerto Rico, Filipinas, Haití- se trata de darlo disuelto en una diversión, a fin de que se vaya despertando la apetencia de conocerlo. Uno de los grandes dirigentes de la producción cinematográfica alemana – M. Millakowski- acaba de realizar un viaje a París, para formalizar el intento de emancipar a Europa del monopolio cinematográfico ultramarino. A esa tentativa ayudará la curiosidad que el público siente por los Films sonoros.

         En el silencioso, el monopolio se pudo establecer, y se mantuvo fácilmente. Fue una cuestión de dólares. Y, además, ejercía su influjo con cierto pudor, con cierto respeto a los demás pueblos, puesto que para los epígrafes adoptaba su lengua en cada caso y así no desenmascaraba la intención de colonizarlo. Mientras que desde el momento en que se ha pretendido introducir con las películas el idioma extraño, la sensibilidad de los públicos que no la han perdido totalmente se han rebelado contra lo que parece un propósito humillante. Aquí el capitalismo norteamericano ha tropezado con resistencias espirituales, de las que no se vencen con dinero. Ese exceso de imperialismo ha llevado en sí mismo el remedio adonde quería llevar el mal, puesto que ha hecho reaccionar violentamente a las muchedumbres.

         ¨ Quiéralo o no –dice Gaston Thierry en un estudio reciente- el cinematógrafo americano va a nacionalizarse, y su acción exterior, por lo mismo, a disminuir”. Por consiguiente, opina, decrecerá su influencia en el extranjero. Y este es el momento de que cada nación –sobre todo las que tienen, como la nuestra, tantos elementos adecuados- recupere la dirección de ese portentoso instrumento de propaganda, por lo menos allí donde el idioma sería para ella una ventaja, y un obstáculo para sus posibles concurrentes.